Las Experiencias Cercanas a la Muerte, desveladas SÍ EXISTEN… AUNQUE SÓLO SEA EN NUESTRA MENTE
No suele ser un terreno para las medias tintas: o es cosa de charlatanes o de cínicos descreídos. Pero las investigaciones suelen dudar acerca de lo que realmente ha visto quien vive una ECM
No traemos a los escépticos a las convenciones de ECM, porque debemos ofrecer apoyo a los que lo vivieron, no cuestionarlos
Antes de morir, los cerebros de los seres vivos experimentan un pico de hiperactividad, lo que explicaría la vivacidad de los recuerdos
Estas experiencias ofrecen tranquilidad a aquellos que han vivido situaciones traumáticas
La avalancha de libros relacionados con las ECM, o Experiencias Cercanas a la Muerte, encabezada por el célebre La prueba de la vida (Planeta) de Eben Alexander han estimulado un debate que, según como se mire, tiene milenios (o décadas) de antigüedad. Y si decimos década es porque el escopetazo de salida se encuentra en 1975, cuando Raymond Moody, filósofo y psiquiatra, publicó Vida después de la vida (Edaf), en el que entrevistaba a 50 personas que afirmaban haber visto el otro mundo.
Desde entonces, la cantidad de testimonios no ha hecho más que crecer hasta el punto de que se ha convertido en una rentable parte del negocio editorial. No sólo libros como el de Alexander o El cielo es real (Planeta) de Todd Burpose han encaramado a lo más alto de las listas de ventas, sino que algunas de sus adaptaciones cinematográficas, como la dirigida por Randall Wallace, han recaudado unos cuantos millones de dólares en todo el mundo… a pesar de que algunos de sus responsables, como Kevin Malarkey, autor de El niño que volvió de la muerte, hayan admitido que todo era una invención. A diferencia de lo que ocurrió durante décadas, algunos de estos testimonios, como el de Alexander, provienen de profesionales del sector sanitario; personas supuestamente acreditadas que, por su formación, tienen un plus de credibilidad.
Las posiciones frente a las ECM pueden resumirse en dos: o son verdaderas, y por lo tanto, quienes no creen en ellas son unos cínicos descreídos; o son falsas, por lo que sus defensores son unos ingenuos que se lo creen todo, cuando no unos charlatanes o embaucadores. Pero un artículo escrito por Gideon Lichfield y publicado en The Atlantic ofrece una sugerente vía intermedia que, desde un punto de vista materialista, intenta entender por qué miles de personas comparten experiencias semejantes. En ellas, sus protagonistas visitan, flotando, mundos maravillosos, son arrumados por voces celestiales y, sobre todo, sienten que la experiencia no es un sueño, sino algo más real que la vida misma.
El Congreso de los Hombres que Estuvieron Muertos
Con el objetivo de entender un poco mejor las ECM, el autor acudió el pasado verano a la conferencia anual de la Asociación Internacional para los Estudios Cercanos a la Muerte (IANDS), que tuvo lugar en California. Por lo general, todos ellos despreciaban las visiones materialistas del asunto, seguramente como una respuesta frente a la ridiculización que habían sufrido a la hora de explicar sus historias. Lichfield tuvo la ocasión de conocer a la presidenta de la organización, Diane Corcoran, que reconoció que, con el paso de los años, habían terminado pasando de los escépticos.
“Siempre hay uno o dos, pero no los traemos, porque se supone que debemos ofrecer apoyo, no cuestionar”, explicaba. Ninguna de sus publicaciones refleja el punto de vista de un escéptico, pero los cientos de personas que habían vivido estas experiencias (“experiencers”, como los denomina la organización), parecen muy unidas y, como explica el autor, no tienen por qué tener como objetivo forrarse a costa de los ingenuos vendiendo libros. Ni siquiera los escépticos discuten que hayan visto algo; tan sólo refutan que sea el Más Allá o cualquier otro lugar paranormal.
Si hay algo que tienen en común la mayor parte de personas que han vivido una ECM, no es tanto la experiencia en sí (que en muchos casos puede ser confusa o producto de la sugestión) sino los efectos de la misma, señala Corcoran, un factor determinante para la organización a la hora de determinar si la experiencia ha ocurrido realmente o no. Estos efectos incluyen una mayor sensibilidad a la luz y al sonido, así como a algunos químicos; convertirse en personas más amables y cariñosas; tener problemas emocionales e influir en los equipos eléctricos. Parte de esta lista parece producto del estrés post-traumático; la otra parte, de una peliculita de ciencia-ficción de sobremesa.
Existe una escala que determina la intensidad de una ECM, que fue inventada por Bruce Greyson, profesor de psiquiatría de la Universidad de Virginia. Esta cuenta con 16 ítems, cada uno de los cuales vale hasta dos puntos. Entre ellos se encuentran sentir alegría durante la ECM, notar la separación del cuerpo o el encuentro con seres espirituales. Si alguien marca con un “tick” los 16 puntos de la relación, obtendrá un pleno al 32, es decir, habrá vivido una ECM a tope. Pero basta con obtener una puntuación de siete para que se considere que hemos vivido una experiencia cercana a la muerte.
La física del más allá
Desde hace décadas, multitud de investigaciones –al menos, unas seis centenas– han intentado explicar estas visiones ultraterrenas. Muchas de ellas se recogen en la revisión The Handbook of Near-Death Experiences: Thirty Year of Investigation y han conseguido ofrecer respuesta a algunos de los lugares comunes más frecuentes: la hipoxia, que aparece cuando nos quedamos sin oxígeno, puede provocar las alucinaciones; los problemas con la anestesia nos pueden llevar a escuchar las voces de los que nos rodean; y las drogas pueden ser las causantes tanto de la sensación de paz como de las visiones. La hipótesis del “pico de muerte” sugiere que, antes de morir, los cerebros de todos los seres vivos se vuelven hiperactivos, lo que ayudaría a explicar la vivacidad con la que se recuerdan estos episodios.
Sin embargo, hay un problema con la mayor parte de investigaciones sobre las ECM, y es que se suelen realizar a posteriori, a partir de los relatos de quienes las han vivido, lo que hace que no sean representativas (alguien que tuvo una mala experiencia seguramente no querrá contarla) y que el paso del tiempo afecta unos recuerdos de por sí muy maleables. Apenas una docena de estudios analizan lo que ocurre cuando una ECM tiene lugar a partir del examen de personas que sufren paros cardiacos.
El verdadero Santo Grial en estas investigaciones es conseguir demostrar que se produce una percepción verídica aparentemente no física. En definitiva, que alguien ha escuchado o visto algo que, según la ciencia neurológica, no puede haber escuchado o visto. Algo que ninguno de ellos ha sido capaz de encontrar, aunque suelan citarse un par de casos llamativos: el de Pam Reynolds, que pudo reproducir las conversaciones de los cirujanos y describir el material quirúrgico utilizado mientras se encontraba clínicamente muerta, y el de María, una inmigrante que describió a la perfección una zapatilla que se encontraba en una cornisa del hospital, y que era imposible que hubiese visto previamente.
Para llegar a dicho hallazgo, basta con seguir la propuesta de Janice Holden, que señalaba que era necesario contar con un estímulo que pudiese ser percibido por quien vive la ECM, pero no por los investigadores o los médicos, puesto que pueden condicionar los resultados. En el artículo de The Atlantic, el autor cita a la psicóloga inglesa Susan Blackmore, una autoridad en el campo de las ECM. A pesar de su escepticismo, la autora no tiene ningún reparo en conceder que “estas experiencias pueden ser maravillosas, transformadoras y arrojar nueva luz sobre la condición humana”.
Una visión particularmente sugerente es aquella que señala que las ECM se parecen sospechosamente al monomito del viaje del héroe que el antropólogo Joseph Campbell describió a finales de los años cuarenta, ya que reproducen la estructura de abandono de lo cotidiano, encuentro con lo fantástico y transformación que se reproduce en la mayor parte de narrativas. En otras palabras, estos viajes al otro mundo encajan en las estructuras narrativas básicas que vemos en cualquier película o novela, al mismo tiempo que ofrecen un sentido a aquellos que han vivido una experiencia límite, a veces tranquilizándolos, como en el caso de aquel hombre que escuchó la voz de Dios al despertar de un accidente en el que perdió a su mujer, su hija y un brazo.
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